Recorrido personal
Poco después de publicarse mi libro “Los símbolos complejos” me telefonearon de la revista “Contrastes” pidiéndome asesoramiento para un número que estaban preparando sobre las matemáticas. Tuve que decirles que no les podía ayudar, por cuanto mis conocimientos de matemáticas no llegaban ni al nivel de bachillerato. Algún tiempo más tarde, en un encuentro que se celebró en Pedralba, en la Universidad de Verano “Zambuch”, Agustín Andreu me presentó como un notable matemático. Al protestar aduciendo mi escasa formación matemática, tuve que explicar como desarrollé lo que considero la formulación matemática de la mónada de Leibniz.
El proceso partió, unos 30 años antes, cuando se resquebrajaron los esquemas mentales que se habían estructurado en mi juventud y tuve que aventurarme en la búsqueda de un nuevo paradigma en el que creer. La crisis no fue vital pues mantenía como esencial el afecto familiar, la solidaridad confiada y esperanzada en los seres humanos y en los trabajadores en especial, el cumplimiento con un trabajo como mecánico fresador que me mantenía ligado a las leyes inexorables de la materia y una fe elemental en una trascendencia que no aceptaba ningún dogma y que me condujo a la certeza de que la existencia tenía que tener su propia lógica, que ésta debía ser extraordinariamente sencilla y, en consecuencia, poderse expresar mediante los símbolos matemáticos, pues eran los más sencillos y universales. Mi reflexión me condujo a dos universos: mi universo interior que buscaba comprender, y el universo exterior que tenía que ser comprendido. Ambos, en tanto que uni-versos podían ser representados por la unidad matemática, aunque asignándoles unidades diferentes. Mi universo interior podía simbolizarse por la unidad imaginaria (i) en cuanto que el reconocimiento de mis contradicciones, dudas, crisis y transformaciones, no me impedían sentirme como uno, siempre el mismo, aunque siempre diferente. El universo exterior también cambiaba, pero yo lo tenía que tomar tal como se me manifestaba y por eso le correspondía la unidad real (1). Los dos universos en realidad eran uno sólo y por eso los uní en una suma imposible que se resolvía en una nueva unidad, la unidad compleja. (i+1)
Como el universo exterior lo tenía que compartir con otros individuos, el término real no era 1, sino 1/n, siendo n el número de individuos implicados. Un número imposible de precisar debido a la profunda interacción que relaciona a todo lo existente y que los meteorólogos ilustran bien diciendo que el aleteo de una mariposa en el Brasil, incide en la formación de un tifón en el Pacífico, y que ha tenido, entre otras consecuencias, la prohibición de ciertos aerosoles para evitar el agujero de ozono. Por lo tanto el valor de n había que definirlo por su tendencia al infinito, lo que convertía el 1/n en una tendencia hacia cero, lo que concuerda con el sentimiento esencial de nuestra relación con el universo. Por una parte nos sentimos capaces de comprender la inmensidad, y por otra, nos sabemos un punto insignificante dentro de esa inmensidad. Es quizá el misterio más grande del ser humano, aspirar al todo siendo una insignificante parte.
Un aspecto fundamental a destacar es que tender a cero no significa que tienda a desaparecer la interacción, sino todo lo contrario. La interacción existe siempre, como demuestra la mecánica cuántica, se manifiesta matemáticamente por la elevación del binomio a la potencia de n y por su recorrido por toda la sucesión de números naturales y se resuelve en un límite, dado el carácter convergente de la sucesión resultante.
Al tropezar con el problema matemático de ese límite, mi escasa formación matemática me obligó a solventarlo, digamos que contando con los dedos, calculando la potencia del binomio para valores de n cada vez más elevados. La progresiva disminución de diferencias entre los valores resultantes me iba indicando el valor aproximado del límite correspondiente, hasta que descubrí que éste se podía obtener por la misma sucesión con la que se obtenía el número e, aunque la sustitución de la unidad real por la imaginaria daba un límite complejo o mejor dicho, cuatro límites, debido a los cambios de lugar de los valores negativos. En la ya citada obra “Los símbolos complejos” se puede encontrar más detalles sobre este cálculo. Ahora interesa destacar dos aspectos.
Por una parte, los límites me conducían al número pi (π), o más exactamente al pi partido por 2 (π/2), valor al que asigné la letra tau (τ), con lo cual se unían de forma sencilla y lógica los mismos signos que había unido Euler en una sencilla igualdad, que mereció presidir la entrada del salón dedicado a las matemáticas en la Exposición Internacional de París de 1937, pero que ahora adquiría una dinámica de la que entonces carecía, puesto que τ significaba una pulsión, el cambio de cuadrante que se producía a cada paso de n. La condición absolutamente esencial de esta pulsión, situaba el fenómeno de resonancia en el aglutinante universal que podía explicar los procesos evolutivos.
Pero las resonancias que podía generar la pulsión, del movimiento circular, no era el único aglutinante que podía transformar el caos en orden, la dispersión en unidad comprensible. La apetición representada por el signo + así como la tendencia al infinito, son factores dinámicos que pueden encerrar lo que se ha venido en llamar el alma, el espíritu o la conciencia, imposibles de reducir a entidades conmensurables por cuanto es lo que provoca que la unidad estructurada sea mucho más que la suma de las partes.
Todo esto me abrió a un camino filosófico que empecé a recorrer con entusiasmo. No obstante, era necesario obtener el reconocimiento académico en la expresión matemática, por lo que me puse en contacto con varios matemáticos, obteniendo en la mayoría, como respuesta, el silencio o el desdén. Pero hubo excepciones que, aunque escasas, fueron decisivas, entre las que debo destacar la correspondencia que mantuve en Esperanto con el profesor Gerard Cool de Leibnitz, y la conversación personal con el eminente profesor Manuel Valdivia, (al que me remitió un vecino matemático, José Lombillo) que corrigió mis errores formales en la expresión, producto de mi ignorancia en matemáticas, sin que ello alterara mis planteamientos de fondo.
Por otra parte, mi inquietud por el tema me había conducido al conocimiento de la existencia de los llamados neoleibnizianos rusos que a finales del siglo 19 y principios del 20 habían desarrollado las mónadas complejas con las que relacionaban los fenómenos físicos con los sociales. Buscando más información sobre ellos, me inscribí en un Congreso que los leibnizianos habían organizado en Valencia, en marzo de 2001, pero ante mi extrañeza nadie sabía nada de las mónadas complejas desarrolladas por los rusos. No obstante Lourdes Rinsoli, me remitió al Profesor Mijail Málishev que estaba ejerciendo en una Universidad de Méjico, quien me facilitó una amplia información no sólo sobre lo que le requería, sino sobre los leibnizianos rusos contemporáneos, y descendía al detalle de indicarme que lo que me interesaba posiblemente lo encontraría en la obra Los fundamentos de la monadología evolucionista de N. Vasilevich Bugaév. Siguiendo sus indicaciones escribí a la embajada de Rusia en España, donde me facilitaron dos vías de acceso a esa obra: la Biblioteca Estatal de Rusia, y un sitio en Internet. A través de mis hijos accedí a ese sitio, pero me encontré con que toda la documentación estaba en ruso, por lo que tuve que desistir de mi curiosidad.
Mientras tanto, el Congreso me había permitido conocer a su organizador, el profesor Agustín Andreu, director del Aula Atenea de Humanidades de la Universidad Politécnica de Valencia, a quien entregué copia de mis estudios sobre la formulación matemática de la mónada de Leibniz, encontrándolos del suficiente interés como para publicarlos inmediatamente en la colección “Letras Humanas” de la Editorial de dicha Universidad. La Sociedad Española Leibniz me invitó a formar parte de la misma y Miquel Alberola hizo en el periódico El país una reseña muy laudatoria del libro y de mis inquietudes, con lo que consideré que ya era del dominio público mi tesis, y no habiendo recibido ninguna crítica negativa ni corrección alguna consideré cerrada mi formulación matemática de la mónada de Leibniz. Ahora quedaban dos tareas pendientes: una curiosidad insatisfecha y el desarrollo de la filosofía que se podía y se debía construir a partir de la mónada compleja.
La curiosidad insatisfecha es saber cual era la formulación y el contenido de la mónada compleja de N. Vasilevich Bugaév y los neoleibnizianos rusos, para saber hasta que punto coincidía o se diferenciaba de la mía. Si se diferenciaba, poder saber si la contradecía o la enriquecía. Si coincidía, sería una confirmación muy satisfactoria, aunque resultara decepcionante su poca repercusión. Es posible que ésta fuera asfixiada por la imposición del pensamiento marxista que durante tantos años impidió la libre circulación de ideas dentro del espacio cultural ruso. Como también es posible que entre estos neoleibnizianos privara más el aspecto matemático que el filosófico, que es el que yo quiero desarrollar. En cualquier caso no descarto lograr esa información algún día.
En cuanto al desarrollo de la filosofía derivada de la mónada compleja, ya contribuyen dos libros, “Axiomas y conectores” y “La gravedad monádica” publicadas en la misma colección de “Letras Humanas” y un tercero autoeditado, “El lenguaje transferido”. Pero era necesario desarrollar con mayor amplitud lo que considero que puede ser la principal aportación de la formulación matemática de la mónada de Leibniz: su capacidad para constituirse en nudo e hilo de la sutil red que enlaza todo lo existente, en armonizador de la continuo y lo discontinuo, en clave de la dialéctica que transforma los opuestos en un tercero unitario, en visualización del alma, del espíritu, de la conciencia y de Dios. No se trata de reducir todo ello a una fórmula matemática, sino, por el contrario, utilizar la fórmula matemática para mejor comprender lo que la reflexión humana ha estado intentando esclarecer desde que se preguntó por el misterio, por lo desconocido, por el interior de las cosas. Situarse en ese interior, en el lugar de la mónada compleja elemental, es ver la existencia desde una perspectiva diferente, que nos exige aprender a conjugar el verbo cultivar y evita que la obra del hombre eclipse al hombre.
Todo esto se produce en unos tiempos en que el discurso filosófico está dominado por el posmodernismo cuya defensa de la subjetividad rechaza la viabilidad de cualquier proyecto global encaminado a lograr la emancipación de la humanidad. Posiblemente se trate del movimiento pendular resultado del desprecio mostrado a la subjetividad por el modernismo y el racionalismo positivista. Como en todos los grandes cambios hay innumerables escuelas y matices en cada uno de esos extremos, pero un esfuerzo por resumir lo esencial puede quedar en que mientras para unos el mundo es lo que es y la ciencia es la que tiene que descubrir como es, para los otros el mundo no es lo que es, sino que es como cada uno lo ve.
La vieja sabiduría oriental ya abordó el problema con la fábula de los ciegos que tocaban una parte del elefante y cada uno describía al elefante de forma totalmente diferente según que hubieran tocado el rabo, una pata, un colmillo, la trompa, etc. Evidentemente el elefante era lo que era, y la forma de poderlo percibir en su globalidad, era lograr una nueva forma de percepción o reunir todas las percepciones parciales en una síntesis que nos acerque a la comprensión del conjunto. El cambio de visión lo obtiene cada individuo en la medida en que pasa de la inmanencia a la trascendencia. El progreso en la síntesis global se obtiene a través de la dialéctica ontológica en la que además de la ciencia y la lógica, debe participar la ética, la estética y, sobre todo, el respeto sin fisuras a la dignidad de cada persona.
La fábula nos ilustra sobre la diferencia entre subjetividad y objetividad, pero no nos sitúa en el fondo del problema, pues el hombre no está fuera del mundo, como está el ciego con relación al elefante, sino que está dentro, tan adentro, que ocupa el centro del mismo, lo que le proporciona una perspectiva totalmente singular. También es singular la perspectiva de los otros individuos que conforman el mundo, y esa singularidad no la pierde nunca nadie. Por eso Leibniz decía que la mónada no tiene ventanas. Lo que les tiene que unir en una síntesis superior es el entorno común que tienen que compartir porque de él obtienen la información, la materia y la energía que necesitan para su pleno desarrollo individual y para compensar su entropía.
Por eso la filosofía no es lo que explica la existencia, sino la explicación racional que cada uno puede dar de como entiende la existencia. Esto elimina la filosofía dogmática y la escolástica convierte a cada individuo en un filósofo. Que desarrolle más o menos, mejor o peor esta explicación, que lo haga de forma totalmente libre o se apoye en otro o en una determinada escuela, compete a cada uno. Lo que no compete a cada uno es el uso que hace del entorno, pues de ese entorno depende la existencia de otros muchos individuos, de todos los que conforman el planeta Tierra, aunque sean muy diferentes las concretas incidencias.
El siglo 21 se inicia bajo el siglo de la globalidad o reconocimiento implícito de que todos compartimos el mismo hábitat. Esto cambia sustancialmente la proyección del alma individual, entendida como interacción entre individuo y entorno, pues plantea la exigencia de un alma de la Tierra que ejerza de gozne entre la proyección anímica familiar y local y la que busca un absoluto que obviamente no puede ser la Tierra, pequeño punto en la inmensidad del espacio-tiempo.
La radicalidad del cambio conlleva otros muchos, entre ellos el del lenguaje y la definición de muchos conceptos que arrastran los significados de las filosofías dominantes, como ocurre con el alma, que sufre el desglose entre alma y cuerpo de la filosofía cartesiana. Una opción puede ser crear palabras nuevas que recojan los nuevos significados, pero mantener la misma palabra obliga a reconocer la diversidad de criterios y a clarificar los posibles matices, errores, aciertos o contradicciones. Esa clarificación no es fácil, ni puede ser despachada en pocas palabras. Como tampoco me resulta fácil transmitir, con la precisión y plenitud deseada, la función que le asigno al alma en el proceso evolutivo universal, dados los diferentes prejuicios que existen sobre el tema. Para intentar explicar mejor mi personal concepción debo apoyarme en el sentido común, como elemento generador de un alma superior mediante una dialéctica que queda resumida en las siguientes palabras de Faustino Cordón: “La evolución de la acción y experiencia de los seres vivos se verifica conducida por el progreso de ello en el nivel superior. Este nivel superior surge y ha de mantenerse siempre sobre la coordinación del inferior, pero una vez aparecido, condiciona los medios del interior y, de esta manera, condiciona la evolución de éste”[1]
La cita de Cordón, además de ajustarse plenamente a mis planteamientos, pretende ser un antídoto contra cualquier interpretación desencarnada de mi concepción del alma, puesto que sus palabras son la conclusión de un estudio científico materialista que parte del axioma fundamental de que “Las distintas formas de alimento, su búsqueda y captación, son las que determinan la estructura de los seres vivos, su evolución y diversificación”. En mi opinión intervienen más determinantes y condicionantes que hacen el proceso más complejo, pero no invalidan en absoluto las investigaciones y conclusiones de Cordón.
Todas las investigaciones confirman que lo más profundo de todo individuo, de cualquier rango evolutivo, está formado por un mismo elemento, el componente básico universal que, al ser común a todo lo existente, constituye el armónico fundamental sobre el que se pueden construir infinidad de resonancias armónicas.
En la actualidad se están realizando intentos por encontrar seres inteligentes en otro lugar del Universo. Imaginemos que los encontramos. ¿Cuál va a ser la relación entre ellos y nosotros? ¿Una guerra de galaxias, como vislumbran la mayor parte de obras de ciencia ficción? Estas obras suelen ser pobres, tanto en su base científica, como en su capacidad de ficción, pues es muy difícil imaginar como podrían ser unas interacciones situadas en un espacio-tiempo que se mide por años luz y que necesariamente tendrían que cimentarse sobre unos sistemas y unas estructuras totalmente diferentes a las que hacen posibles las relaciones entre nosotros, como tienen que ser diferentes las inteligencias, al haber tenido un proceso de formación totalmente independiente del nuestro. Pero necesariamente tendremos en común los componentes básicos puesto que son los mismos en todo el Universo y por lo tanto será posible establecer resonancias armónicas, aunque difícilmente lo lograremos si no hemos sido capaces de establecerlas entre nosotros, puesto que los componentes básicos son los mismos y las diferencias de sistemas y estructuras han surgido todas del mismo proceso evolutivo que ha tenido y está teniendo lugar en el planeta Tierra.
El hecho de que todos los seres estemos formados por los mismos componentes básicos, y el que todos los que desarrollamos nuestra existencia sobre la Tierra compartamos el mismo espacio-tiempo y la misma fuente fundamental de materia, energía e información, son las referencias primarias sobre las que podemos y debemos construir una polifonía capaz de reunir una inmensa diversidad con una incuestionable unidad. Sobre esa inmensa resonancia armónica tiene que desarrollarse un sentido común en toda la humanidad, un paso totalmente necesario para que la evolución progrese y alcance un nuevo rango evolutivo.
[1] Antonio Núñez; Conversaciones con Faustino Cordón; Península, 1979; pag. 373