El solsticio de invierno ha tenido siempre para el Ser humano un significado existencial fundamental. Es el momento en que las tinieblas dejan de extenderse y empieza la luz a incrementar su presencia. El cristianismo, al situar en ese momento el nacimiento de Jesús, no negaba lo anterior sino que le daba una dimensión transcendental: el espíritu divino se encarnaba en el individuo humano e instaba a todo individuo a participar de esa divinidad siguiendo una única exigencia: que se amaran los unos a los otros, lo que viene a ser la expresión más profunda y elevada de la interacción individuo-entorno.

Los primeros cristianos entendieron claramente el mensaje y se dedicaron a practicarlo y a extenderlo por todo el mundo entonces conocido, y aunque esto les llevó a ser condenados a muerte, como a su maestro, en ningún momento se plantearon responder a la violencia con más violencia. Pero tras trescientos años de martirios, la situación cambió radicalmente cuando el emperador Constantino ganó una batalla porque, siguiendo un sueño, mandó colocar la cruz en los escudos de sus soldados, y los cristianos no fueron capaces de decirle que un dios que en una batalla ayuda a uno de los combatientes, en contra de otro, no puede ser el dios de Jesús, pues para él tan Hijos de Dios son unos como los otros.

Unos años después el cristianismo fue declarado religión oficial del imperio y la Iglesia pasó de perseguida a perseguidora, ignorando el mandamiento del amor y vaciando de significado muchos de sus rituales como la celebración de la navidad, que ha terminado convirtiéndose en una gran fiesta del consumo, en competencia con Santa Claus y Papá Noel, y perdiendo incluso su vinculación con el solsticio de invierno, pues su celebración en el hemisferio sur coincide con el solsticio de verano.

Esto me llevó a utilizar la costumbre de las felicitaciones navideñas para, en lugar de tarjetas cargadas de tópicos, enviar unas reflexiones sobre su significado. Atrio publicó la primera en 2011, con un comentario que la contraponía al discurso del papa sobre la estatua de sal e invitándome a colaborar con algún artículo, cosa que estoy haciendo. También me publicó la de 2012 y 2013, que provocaron algunos interesantes comentarios que pueden verse en www.atrio.org/author/pascual-pont

No me publicó la de 2014. No me dieron explicación, ni la pedí, pero debía estar en la línea de lo que me dijeron algunos amigos teólogos a los que la había enviado, como a otros muchos, sobre la suerte que tenía de que ya no funcionara la Inquisición. Posiblemente tenían razón y había pecado contra el mandamiento de No usarás el nombre de Dios en vano, aunque me resisto a dejar esa cuestión a los teólogos de la liberación, mientras avanza la mercantilización de la vivencia popular de la trascendencia que no sólo afecta a la navidad, sino a la pasión, muerte y resurrección de Jesús, que ha quedado reducido al folklore de las procesiones y a las vacaciones de Semana Santa, mientras el recuerdo respetuoso que merecen los difuntos se ha convertido en el horroroso carnaval del halloween.

Escribo esto el 10 de noviembre de 2016, cuando casi todo el mundo se pregunta cómo el pueblo de Estados Unidos ha podido dar el mando de la nación más poderosa a un hombre como Donald Trump, aunque por mi parte no tenía ninguna esperanza en lo que pudiera hacer la Clinton. El problema es que el capitalismo financiero neoliberal ha llegado al máximo de sus contradicciones, por lo que, según Marx, es el momento de pasar al socialismo y a la solidaridad mundial. Transformar la estructura piramidal en circular no consiste sólo en vencer la tenaz resistencia de quienes ocupan la cúspide, pues el virus del individualismo y del poder sobre el entorno se ha extendido a todos los ámbitos, incluida la base, en donde se encuentran los pobres, los marginados y desprotegidos. Quizá sea cuestión de que converjamos nuestra mirada en el solsticio de invierto y que el triunfo de la luz, no sea sólo el de la luz solar, sino el de un nuevo paradigma en el que todos, mutuamente, nos podamos ayudar.